viernes, 25 de septiembre de 2009

Jorge Sarquís, Hablando de excesos



Hablando de excesos

Jorge I. Sarquís

Pocas cosas han hecho tanto daño al planeta Tierra como la visión antropocéntrica y los mitos generados a partir de ella. Que somos los reyes de la creación, que el mundo fue creado para que nosotros lo domináramos. Bueno, en un breve lapso de tiempo -que no excede 10,000 años, la especie humana se dispersó y pobló el planeta, multiplicándose de 3 o 4 millones de individuos, hasta 50 millones a finales del IV milenio a.C. Desde su dominio sobre el fuego, hasta la construcción de grandes ciudades, pasando por la domesticación de plantas y animales, la invención de la escritura, el desarrollo de la metalurgia y la invención de la agricultura, en escasos 8,000 años el hombre logró sustraerse de sus limitaciones físicas y progresó su dominio de la naturaleza. A pesar de ello, la naturaleza continuó renovándose cíclicamente; su capacidad de amortiguar cambios bruscos bastó, todavía hasta no hace mucho, para neutralizar los efectos negativos del quehacer humano sobre las intrincadas y frágiles relaciones entre los organismos que se aprovechan de un mismo hábitat, así como sobre la estructura misma del hábitat. Hasta mediados del II milenio de la Era cristiana, el panorama no cambió drásticamente. Luego, la Revolución Científica de Newton proporcionó los elementos teóricos que cimentaron la Revolución Industrial: nuevo hito en la historia humana que marcó el inicio de la fase de aceleración permanente del aprovechamiento de la naturaleza, asistido por una comprensión de las Leyes de la física y la química que permitió el desarrollo de cada vez más sofisticados procesos y herramientas para la explotación de los recursos naturales. A finales del siglo XVIII concluye la Era de la madera como fuente de energía e inicia la Era de los combustibles fósiles, primero el carbón mineral y al poco tiempo los hidrocarburos. Sobre todo durante el siglo XX, el progreso en medicina permitió que en unos cuantos decenios la expectativa de vida se incrementara espectacularmente. La productividad de los campos alcanza ya niveles nunca antes soñados; las máquinas son cada vez más “inteligentes” y el hombre continúa ampliando sus fronteras, ahora a través del vasto océano interestelar. Hoy somos sin lugar a dudas una especie convertida en plaga y la creación entera se cimbra.

Ningún otro ser vivo, desde la aparición de la vida en el planeta hace 3,000 millones de años, ha mostrado tan rápidamente una capacidad tan grande para modificar su entorno más de lo que el entorno cambia por efecto de su dinámica propia en el corto plazo. La naturaleza sufre por ello. La población humana mundial está desbordada y rebasa ya, a principios del III milenio de la Era cristiana, la alarmante cifra de 6,450 millones de habitantes (en el año 1800 d.C. era apenas de 1,000 millones!); estimaciones de la ONU prevén que la cifra se incrementará a unos 9,100 millones para el año 2050. Aunque el crecimiento poblacional será más lento en el siglo XXI, se sumarán 2,600 millones de personas en 45 años, con el telón de fondo de un reparto desigual de la riqueza y crecientes problemas ambientales. ¿Podrá la Tierra albergar a tanta gente?

El informe World Population Prospects de la ONU señala que las regiones en desarrollo albergan hoy a 5,300 millones de habitantes, que pasarán a ser 7,800 dentro de 45 años; en los países más ricos, en cambio, hay 1,200 millones y no se estima que habrá muchos más. Resulta aterrador de estas proyecciones, que la población de los 50 países más pobres crecerá más del doble, de 800 millones en 2005 a 1,700 millones en 2050.

Según los agrónomos, la Tierra puede alimentar hasta 10.000 o 15.000 millones de habitantes ¿Pero qué, se trata de ver cuántos pueden caber? Además, ¿de qué sirve la capacidad de producción si la economía mundial no se rige por las leyes de la solidaridad social ni de la fraternidad? El orden mundial descansa sobre una economía en la que todos somos negocio para alguien; desde que nacemos hasta que morimos, alguien lucra; sobre esta sencilla pero fatal premisa, entre más gente, más negocio. Está visto: no preocupa a los gobernantes ni a los hombres del dinero que la presión que ejerce la población mundial desbordada sobre la naturaleza rebasa rápida –quizá irreversiblemente- la capacidad amortiguadora de los delicados sistemas naturales. Debe preocuparnos a nosotros.

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